Hay momentos en la vida en los que todo parece derrumbarse: las personas que amabas se alejan, los sueños que tenías se quiebran y lo único que queda es un silencio que duele. Yo también estuve ahí.
Por mucho tiempo pensé que ese dolor era una sentencia, una marca que me acompañaría para siempre. Lloré en silencio, me escondí detrás de sonrisas falsas y creí que ya no había más fuerza dentro de mí.
Pero un día, entre lágrimas, comprendí algo poderoso: el dolor no me estaba matando, me estaba forjando. Cada herida me estaba enseñando a reconstruirme con más amor, con más fe y con más determinación.
Ese día entendí que mi valor no estaba en lo que había perdido, sino en lo que podía volver a crear desde mi interior. Me levanté, no porque dejara de doler, sino porque descubrí que la mujer que soy hoy es más fuerte que cualquier adversidad.
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